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jueves, 23 de junio de 2011

Un cuento corto que eligió Severino

                                                                            EL SUCESO

        La luz del sol aparecía por la pequeña ventana a las nueve de la mañana y luego de filtrarse entre los biblioratos y expedientes se retiraba abruptamente a las nueve y cuarenta y cinco, por eso Juan trabajaba de contínuo con los tubos fluorescentes prendidos.
En su oficina, ubicada en el primer subsuelo del gran edificio de la Import S.A. recibía muy pocas visitas, no sólo por la tarea casi innecesaria que hacía amontonando y archivando papeles (la informática casi había reemplazado su trabajo), sino por el intrincado laberinto de pasillos, escaleras y despachos que debían sortear quienes se aventuraban hasta allí.
No era solo su casi impuesta soledad lo que turbaba la vida de Juan, dado que veinte años de rutinaria labor lo habían hecho impermeable al trato social, sino esa sensación de ahogo producto de un mal ventilado cuarto de poca luz y demasiado desorden.
Por eso, a las tres de la tarde cuando se producía el desbande del personal con su bullicio, contrastando con el silencio con que ingresaban a las siete de la mañana, Juan parecía emerger de su mutismo y con el paso tranquilo enfilaba hacia una pequeña plaza a pocas calles de distancia. Allí se dejaba envolver por el sol primaveral que tanto necesitaba. Comenzaba a vivir allí, sentado en un banco que daba a la Avenida del Sur se despojaba del universo de la indiferencia para ser el imaginativo y radiante creador de historias. Porque en eso residía su secreto: el tiempo en la plaza.
A esa hora sólo recalaban unos pocos jubilados y las niñeras pulcras y educadas de los departamentos de la avenida. En un cantero lateral, unas margaritas intentaban sobrevivir en la lucha diaria con los gases de escape de los autos. El ornamento principal de la plaza era una pequeña fuente en donde los envases de plástico substituían a los eventuales peces de colores.
Juan en esos momentos resplandecía, con su imaginación creaba y recreaba historias, donde las personas que pasaban eran los protagonístas . Pero sólo él disponía de sus vidas, como un hábil titiritero manejaba los hilos haciendo que sus personajes tuviesen aventuras que secretamente anhelaba para sí. Ese era su mundo, no el sórdido y vacío de la oficina o su casa, donde fatalmente llegaba frustado, a la noche.
Por la ancha vereda avanzaba hacia Juan un joven prolijamente vestido, de mirada serena y andar rítmico. De la corriente contínua de vehículos que cruzaban velozmente la calle, se desprendió un auto negro, moderno, y disminuyendo la velocidad, orilló la plaza. A pesar de su resistencia el joven fue introducido a los empujones por unos brazos fuertes y seguros. ¡ Soy Aldo Flores...soy Aldo Flores!, alcanzó a gritar ante un cambiante paisaje de peatones, ejecutivos abrazados a sus portafolios, trolebuses y edificios dorados por el sol de la tarde. El auto se perdió rápidamente.
Juan, inmóvil en el banco, imaginó la situación en la Guardia explicando lo sucedido. El era el único testigo, tendría que declarar. Los canales de TV mostrarían su imagen, sus compañeros de trabajo lo acosarían a preguntas. Todo eso le resultaba molesto. Su natural fobia le impedía sentirse cómodo ante tanta gente. Sin embargo, una cosa había cambiado. Ese hecho circunstancial le estaba dando la oportunidad para que su vida cambiara de rumbo. Algo se había desequilibrado en su interior. Esa noche, a pesar de la excitación, durmió sin necesidad de sedantes.
Eran las ocho y cuarenta de la mañana, Juan desde su escritorio tapizado de papeles, miraba la ventana esperando los salvadores rayos de luz. Maquinalmente, de a ratos, se levantaba para trasladar a un archivero de metal los papeles ordenados y retiraba de un cajón más elementos de trabajo. En el cuarto hacía demasiado calor porque el aire acondicionado no funcionaba, él había elevado una nota , hacía tiempo, solicitando su arreglo, pero no fue tenida en cuenta. Lo habían olvidado. Hasta se sorprendía de recibir mensualmente el sobre con el sueldo, al menos su nombre aún estaba en la computadora de la oficina de personal. Su mente esa mañana estaba en la plaza, ese triángulo salvador entre las grandes avenidas de la ciudad donde miles de personas desfilaban diariamente con sus problemas, ambiciones y ese riesgo de vivir que él deseaba interiormente. No podía alejar la idea de participar, pero al pensar en ello, inmediatamente el rechazo a modificar su existencia, lo detenía, lo inmovilizaba.
Por la tarde regresa a la plaza con más ansiedad que lo habitual, con una secreta esperanza. Un anciano ocupa su banco preferido, por lo cual se sienta en uno más cerca de la avenida. El asfalto está caliente. Desde el sector del puerto avanzan una nubes espezas cargadas de agua. Las flores de los canteros agradecen la lluvia reparadora. Un ligero viento sopla a lo largo de la avenida, desde donde se había acercado el auto que secuestró al joven el día anterior. El auto negro, moderno, que se desprende con habilidad del flujo contínuo y se detiene frente a el. Bajo la ahora, lluvia intensa, una capucha lo sofoca y oculta su última visión: la del anciano que desde el banco mira con indiferencia el suceso.
El auto se mezcla velozmente con los otros que huyen de la tormenta. Se levanta vapor del pavimento. Juan, casi corriendo, va rumbo a su casa con la idea de ver en el plasma, su serie policial preferida.-

Quique de Lucio.

Este cuento integra la antología "Escritores del Alto 1", Editorial Artesol (1986), con textos de Julio Dardanelli, Quique de Lucio, Antonia Izzo y Leonarda Lastra

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